El viento arrastraba ceniza y olía a polvo de huesos y telas raídas. Sobre las ruinas se extendía un cielo azul cadavérico. Y en el centro, el bufón danzaba. Su esqueleto se erguía con la dignidad de un rey despojado de todo. Bajo la luz fantasmal, las lentejuelas de su traje de arlequín, como escamas de serpiente, centelleaban en cada giro.
El bufón no bailaba por placer, sino por condena. Cada movimiento era una burla a la vida. Sus huesos crujían al ritmo de un tambor ancestral, un pulso pesado, como si cada compás arrastrara el eco del derrumbe de una montaña. «¡Baila para nosotros!», imploraban las sombras. El bufón alzó la barbilla, aferrándose a un recuerdo vago de autonomía. Al fin y al cabo, había sido rey. Pero ahora sólo reinaba sobre el absurdo.
Bajo sus pies, la estatua del ratón de guantes blancos y pantalones de terciopelo rojo se encontraba hecha añicos. Sus orejas redondas colgaban como péndulo roto y su media sonrisa se desangraba entre grietas cubiertas de musgo negro. El bufón interpretaba su danza en aquel escenario convertido en altar. «¿Quién decide cuándo termina el espectáculo?», pensó, pulverizando bajo sus talones los últimos vestigios de la escultura.
La música no venía de instrumentos, sino de las paredes mismas: un gemido de tuberías corroídas, el crujir de vigas cediendo al tiempo, fusionándose en un compás. A su alrededor, columnas de teatro retorcidas como huesos de gigante, cortinas deshilachadas en telarañas y butacas devoradas por hongos.
El bufón giraba y giraba, atrapado en aquel escenario en ruinas. Desafiaba la gravedad y la razón, mientras las campanas oxidadas de su gorro vibraban con un zumbido de tábano.
«¡Baila para siempre!», gritaban las sombras. Figuras sin rostro aplaudían con manos de humo, sus cabezas oscilaban en un gesto entre la burla y la veneración. El bufón ya no distinguía entre ambas. Su coreografía seguía reglas escritas en un lenguaje anterior al tiempo. Y el primer mandamiento rezaba: «El ritmo es la única verdad. La obediencia, la única libertad.»
De pronto, la música cesó. Las sombras dejaron de aplaudir. Silencio.
El bufón se detuvo. Su cráneo se alzó hacia el cielo, la mandíbula abierta en una pose de mártir que había olvidado su propio sacrificio.
Y en ese silencio, el bufón escuchó un sonido nuevo. Dentro de él. No era el compás del tambor ancestral, ni el eco de la condena. Era un latido.
Era suyo: un parpadeo de vida. Un temblor en su pecho hueco.
Pero entonces lo sintió con claridad: denso. Un corazón, sí, pero podrido. No bombeaba sangre, sino podredumbre.
«Las reglas son claras», murmuró la masa sorprendida. «Mientras haya testigos, el espectáculo debe continuar».
Entonces, el cielo latió en un azul casi negro, como el interior de una vena reventada.
No era un renacer. Era un retorno.
El mismo latido enfermo, ahora amplificado, reverberando en el aire.
El bufón reanudó la danza. Más rápido. Más frenético. Sus huesos crujieron como látigos al azotar el aire, y sus brazos se retorcieron como serpientes descoyuntadas. Sus manos señalaron a los espectadores invisibles.
«¡Baila para nosotros!», volvían las voces, más urgentes, más hambrientas. «¡Baila hasta que los dioses se aburran!».
Y bailó. Porque no había elección. Porque el compás era una cadena, y la melodía, una jaula de hierro. Sus movimientos se volvieron espasmos, sacudidas de un cuerpo que ya no le pertenecía.
El bufón era marioneta y titiritero, prisionero y carcelero.
El cielo se rasgó en un alarido de tela.
El bufón se desplomó en una última pose: un brazo extendido hacia las ruinas, como quien ofrece una rosa de alambre.
Por un instante, nada se movió.
Luego, el telón cayó y lo sepultó.
Los rostros se disolvieron. Las figuras se desvanecieron.
Bajo el telón, primero un silencio suspendido, un taconeo lejano después. Un susurro de campanas oxidadas. Un crujir de huesos.
«¡Baila para nosotros!», susurró el vacío. «¡Baila para siempre!».
Y el bufón obedeció.
Porque el espectáculo nunca termina.
Solo los espectadores se desvanecen.
Este relato ha sido inspirado por el video musical de Ruairi Robinson